Félix García
Moriyón
Conferencia en
el III Congreso Latinoamericano de Filosofía para Niños
Manizales,
Colombia. 23-27 de octubre
Resumen
Razonar bien es imprescindible para todos los seres humanos,
tanto en su vida personal como en la convivencia que mantienen en la sociedad.
A pesar de ello, son numerosos los errores que cometemos al razonar, sea
tomando decisiones o resolviendo problema y tanto en nuestra vida cotidiana
como en la decisión sobre cuestiones sociales y políticas de carácter general.
Por eso mismo hace falta mejorar nuestra capacidad de razonamiento en general,
con el énfasis puesto en el razonamiento formal y el informal, especificando
además algunas de las capacidades de razonamiento que pueden resultar más
relevantes. Dicha mejora es uno de los objetivos fundamentales del sistema
educativo, aunque en la práctica no recibe suficiente atención. Para
conseguirlo es necesario aplicar programas de aprender a pensar, entre los que
Filosofía para Niños supone una de las propuestas más sólidas y coherentes. El
programa recurre a la tradición filosófica occidental, cuidando la calidad de
la argumentación desarrollada en la discusión de los temas clásicos de la
filosofía, todo ello en el marco de unas aulas convertidas en comunidades de
investigación.
Introducción
El lenguaje oficial y políticamente correcto del mundo
educativo insiste de manera constante en la importancia de aprender a pensar en
el período de la educación formal y obligatoria. Suele argumentarse que eso es
necesario en una sociedad compleja en constante cambio, sobre todo tecnológico,
y en una sociedad en la que se propone la convivencia pacífica y enriquecedora
de personas con diferentes ideas y creencias. Aunque la división entre
contenidos y procedimientos en educación no suele ir más allá de su valor
analítico y no se puede dar en la práctica, es bien cierto que se pone mucho
énfasis en la necesidad de reforzar los segundos más que los primeros. Aprender
a aprender o aprender a pensar son, por tanto, objetivos irrenunciables en todo
planteamiento educativo que desee hacer frente a los retos del mundo actual. No
obstante, si abandonamos el discurso oficial políticamente correcto ya podemos
tener algunas dudas de que efectivamente ese sea el núcleo de los objetivos
educativos. Más adelante abordaré de nuevo este tema, aunque sea brevemente.
Por mi parte, y desde el marco de referencia que proporciona
el esfuerzo de hacer filosofía con niños desde la escuela infantil, estoy
totalmente de acuerdo con ese objetivo, si bien me parece oportuno hacer un par
de observaciones previas para matizar en qué sentido se defiende la exigencia
de aprender a pensar. Desde el enfoque de Filosofía para Niños, tal y como yo
lo entiendo, el énfasis se pone en dos aspectos muy importantes. El primero de
ellos afecta a la vida personal de todas y cada una de las personas que acuden
a una escuela a formarse. Deben desarrollar las capacidades que les permitirán
alcanzar una vida dotada de sentido. El Sentido Personal se refiere al
significado que cada persona le da a su propia vida. En la búsqueda de ese
sentido personal, los individuos deben responderse tres preguntas
fundamentales: ¿En qué clase de mundo vivo?; ¿Cómo puedo vivir mejor mi vida
para que mis necesidades y valores puedan verse satisfechos?; ¿Quién soy yo?
(García y otros, 2002, cap. 5). Es obvio que para este proyecto de plenitud
personal resulta imprescindible un adecuado desarrollo de las capacidades
cognitivas en general y del razonamiento en especial.
El segundo aspecto que reclama nuestra atención es la
necesidad de consolidar sociedades democráticas en las que se plantea como
requisito necesario, aunque no suficiente, la capacidad de las personas para
participar dialógicamente en la discusión acerca de los objetivos que debe
perseguir la sociedad y de los medios más adecuados para alcanzar esos
objetivos. Retomando un principio básico de la vida política posiblemente tan
antiguo como la humanidad, pero puesto de manifiesto en la opción por una
organización democrática tal y como fue planteada por los griegos y retomada
por los ilustrados, no se puede entender una democracia sin la existencia de
una ciudadanía formada e informada, capaz de pensar por sí misma en
confrontación con opciones y concepciones del mundo diferentes a la propia. Es
en el siglo XX cuando se plantea esta exigencia con carácter absolutamente
universal y se propone arbitrar las medidas adecuadas para que la gente pueda
efectivamente ejercerla.
Al margen de estas consideraciones concretas, tenemos
también que reconocer que con bastante probabilidad la inteligencia es el
atributo más valioso que poseemos los seres humanos y el que más nos diferencia
del resto de los animales. Entiendo aquí la inteligencia en un sentido general
que es, por otra parte, el que manejan los psicólogos. Me refiero a la aptitud
de las personas para desarrollar pensamiento abstracto y razonar, comprender
ideas complejas, resolver problemas y superar obstáculos, aprender de la
experiencia y adaptarse al ambiente. Tomando palabras literales de Roberto
Colom: “Según los científicos, la inteligencia constituye una capacidad
integradora de la mente. Una capacidad que permite pensar en modo abstracto,
razonar, planificar, resolver problemas, comprender ideas complejas y aprender
de la experiencia. La inteligencia no constituye un simple conocimiento
enciclopédico, un habilidad académica particular o una pericia para resolver
tests, sino que refleja una capacidad más amplia y profunda para comprender el
medio ambiente: darse cuenta, dar sentido a las cosas o imaginar qué se debe
hacer.” (Colom, 2002, p. 32).
No es de extrañar, por tanto, el interés por mejorar todo lo
posible las capacidades de los estudiantes englobadas en ese concepto general
que denominamos inteligencia. Se trata sin duda de una capacidad innata, en el
sentido de que todos los individuos de la especie la poseen en un grado mayor o
menor, y eso se debe a un largo proceso evolutivo que ha permitido el
desarrollo de la inteligencia. Eso significa que existen unos límites en las
posibilidades efectivas de mejorarla, algo que ya recogía un viejo dicho
español: “lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta”. Pero admitido ese
condicionamiento de partida, queda un amplio margen para la mejora y desarrollo
de la capacidad de razonar. Basta recordar el famoso estudio de Flynn en el que
se llamaba la atención sobre el incremento de la inteligencia, en el sentido
que la entiendo aquí, en las sociedades occidentales durante los últimos años,
incremento que se han encontrado también en otros países (Flynn, 1987;
Colom-García, 2002). Nadie sabe con precisión cómo explicar el fenómeno, pero
desde luego se ha dado ese incremento significativo. Lo que también se sabe es
que determinadas carencias, tanto en alimentación como en educación, tienen un
impacto negativo y pueden provocar situaciones de retraso mental. Y sobre el
valor de los programas educativos no hay una idea clara, existiendo una combinación
del deseo de seguir mejorando nuestra capacidad de intervenir en el desarrollo
de la inteligencia y la desconfianza acerca de los resultados de esos esfuerzos
(Baumeister, 2000). Lo mismo puede decirse de un programa específico como es el
de Filosofía para Niños (Cebas y García, 2004; García y otros, 2002, cap. 4;
Colom, García y Rebollo, 2004).
Las carencias en el razonamiento
De lo dicho en la introducción puede desprenderse que la
inteligencia, en cuanto capacidad natural a la especie humana, no necesitaría
un especial entrenamiento puesto que todo el mundo sabe razonar dado que en
ello se le va la supervivencia. Desde una perspectiva evolutiva, un tema tan
serio y tan vital para la subsistencia de la especie no puede dejarse al albur
de un proceso educativo, incluso contando con el hecho de que un largo período
educativo, con una larga infancia, forma parte de los mecanismos que la especie
humana tiene para garantizar esa supervivencia. Es más, incluso determinados
fallos de razonamiento que pueden detectarse y de los que hablaré a
continuación, no lo son si los observamos con algo más de amplitud (Pinker,
1997, cap. 5). No obstante, a la inteligencia, o la capacidad de razonamiento
que en el contexto de este trabajo utilizo como términos sinónimos, le ocurre
como a cualquier otro órgano del cuerpo humano, o a cualquier actividad,
incluyendo las puramente fisiológicas. Se puede hacer mejor o peor y se puede
practicar para conseguir que alcance un desarrollo mayo o que se retrase el
inevitable deterioro. Hasta aquí no hay dudas al respecto y a ello le dedicamos
todos bastantes esfuerzos. De hecho, el largo período de la infancia está
vinculado a la necesidad que tenemos los humanos de aprender todo un conjunto
de sofisticadas habilidades sociales entre las que se encuentra claro está la
capacidad de razonar.
Podemos avanzar, por tanto, que en cuestiones de razonar, lo
hacemos aceptablemente bien. Eso sí, esta observación de carácter general no
quita el que esté igualmente claro que los fallos en el razonamiento son una
constante que nos provoca no pocos quebraderos de cabeza. Muchos de estos fallos son más bien
triviales, como ocurre con las equivocaciones que cometemos al analizar las
posibilidades de que algo ocurra o las consecuencias previsibles de una acción;
nuestros escasos conocimientos de estadística no dan para mucho y acudimos a
heurísticos eficaces, pero demasiado simplificadores. Otros fallos ya pueden
tener mayor calado y repercutir de forma negativa o muy negativa en nuestro
desarrollo personal. Algunos de ellos porque provocan trastornos psicológicos
graves que desembocan en enfermedades de difícil tratamiento, como puede ser el
caso de las paranoias. Otros simplemente alteran nuestra vida cotidiana y nos
llevan por derroteros poco creativos y empobrecedores a medio y largo plazo,
como ocurre con las distorsiones cognitivas. Por último, existen errores de
razonamiento que tienen que ver con los problemas sociales o la vida de la
comunidad, resultando igualmente nocivos en muchas ocasiones, y eso es lo que
ocurre con los estereotipos y los prejuicios.
La cantidad de errores en los que caemos es tanta que algún
autor ha llegado a hablar de la irracionalidad humana como el comportamiento
habitual, dejando para contadas ocasiones la conducta estrictamente racional
(Sutherland, 1996). El abanico de equivocaciones que cometemos al razonar es
muy amplio, y va desde aferrarse a la primera impresión que nos provoca algo
hasta mostrar un grado desmesurado de obediencia que nos lleva a hacer cosas que
no haríamos si nos paráramos a pensar un momento. Por el camino está la
capacidad de distorsionar o hacer caso omiso de las pruebas disponibles,
realizar inferencias falsas, establecer relaciones erróneas y otros muchos
errores de razonamiento. La enumeración podría ser larga y la lectura del libro
que acabo de citar es muy ilustrativa. Indagar en las causas que nos llevan a
esa irracionalidad práctica es tarea ardua puesto que no podemos limitarnos a
una o unas pocas, sino que son variadas teniendo un indiscutible peso aquellas
que proceden de la necesidad de atender a demandas diferentes para las que no
encontramos un fácil equilibrio. Así, la necesidad de ser aceptado por el grupo
puede provocar en nosotros una dañina tendencia a aceptar los prejuicios y
estereotipos del grupo, actuando con frecuencia con un celo excesivo. Del mismo
modo, la exigencia de tener una imagen aceptable de uno mismo y de mantener un
cierto nivel de coherencia, nos induce a distorsionar la realidad en los casos
en que no logramos alcanzar nuestras metas.
De los errores más estrictamente lógicos en el proceso de
razonamiento se han ocupado con frecuencia los filósofos. El análisis de las
falacias que cometemos con cierta frecuencia aparece en las etapas iniciales de
la filosofía y se mantiene hasta la actualidad, sin un excesivo enriquecimiento
debido a que tanto el repertorio de las falacias como el análisis de las mismas
quedó bastante bien definido desde el origen. A Aristóteles, como no podía ser
menos, debemos un primer tratado sobre las refutaciones sofísticas que
completaba y ampliaba sus estudios sobre el razonamiento, tanto el
estrictamente formal como el material. Desde entonces hasta ahora, se han
repetido los análisis sobre las falacias mostrando la frecuencia con la que se
producen en la vida cotidiana. La recuperación el interés por la retórica en el
siglo XX ha vuelto a despertar el interés por las falacias argumentativas, pues
es en la argumentación, como ámbito específico del razonamiento, donde más
claramente aparecen los sofismas y donde pueden tener consecuencias más
negativas (Toulmin y otros, 1977).
Acerca de las distorsiones cognitivas, han sido los
psicólogos los que más han profundizado durante el pasado siglo, dado que esas
distorsiones provocaban trastornos de personalidad e impedían un desarrollo
equilibrado. Posiblemente corresponda a los freudianos, y más en concreto a
Anna Freud le mérito de haber llamado la atención de un modo sistemático sobre
el problema, con su trabajo sobre los mecanismos de defensa del yo para hacer
frente a los problemas planteados por la angustia y el miedo. De algún modo
esos mecanismos se encontraban siempre en una frontera inestable entre lo
racional y lo inconsciente, aunque su control era decisivo para una
personalidad sana. El tema adquirió una mayor amplitud en la segunda mitad del
siglo XX con la irrupción de las terapias cognitivas y emocionales, en las que
abordar esas distorsiones era el objetivo prioritario de la terapia. Una
lectura de las obras, por ejemplo, de Ellis (Ellis, 1980), nos permite desvelar
esos atentos análisis sobre el defectuoso razonamiento humano y las erróneas
teorías con las que hacemos frente a la realidad. Su objetivo era sobre todo
terapéutico. Bajo su influencia, pero bebiendo igualmente en las fuentes de la
filosofía clásica, han surgido más recientemente todo un grupo de profesionales
de la filosofía que se han dado cuenta del importante valor que puede tener la
actividad filosófica para ayudar a la gente a mejorar su relación cognitiva con
el mundo que les rodea (Raabe, 2000). No dejan de retomar lo que ha sido
característico de la filosofía en muchas épocas, en especial en la antigüedad.
Igualmente graves, aunque con repercusiones más
generalizadas, son los errores de razonamiento que se cometen en la vida
política y social. . No deja de ser asombrosa la poca racionalidad que se
exhibe en la toma de decisiones que afectan a políticas sociales generalizadas,
como pueden ser, por poner un ejemplo, las políticas sanitarias en las que se
decide dónde y cuánto invertir o a que campos dedicar una atención prioritaria.
Si bien los particulares podemos pasar por alto el rigor analítico antes de
tomar decisiones dado que exigiría posiblemente un esfuerzo no compensando por
los posibles beneficios, no sucede lo mismo con las decisiones que afectan a
decenas de miles o millones de habitantes. Resultan especialmente dramáticos,
por ejemplo, los trágicos errores cometidos por mandos militares bien formados,
pero el análisis se podía hacer extensivo a cualquier otro ámbito de la vida
social (Sutherland, 1999; Dixon, 2001).
El problema no se reduce a la dificultad de tomar decisiones
racionalmente fundadas, por importante que sea. El hecho es que vivimos en
sociedades que pretenden ser democráticas y en estas, para serlo, debe primar
la discusión pública de las diferentes opciones políticas que los ciudadanos
defienden para resolver los problemas de la sociedad y plantear proyectos de
futuro. Una democracia, en tanto que lo es, tiene que ser una democracia participativa
y para conseguirlo, entre otras cosas, es imprescindible que la gente sepa y
pueda argumentar en público sus propias convicciones, confiando de ese modo que
será la calidad de los argumentos la que pesará más en el momento de aplicar un
determinado programa social y político. Esa exigencia de una buena
argumentación es algo que ya vieron los griegos en su democracia y es lo que
dio lugar a un florecimiento notable de la filosofía, la cual se presentaba
como un camino adecuado para aprender a argumentar en los debates que se
producían en el espacio público.
Puesto de forma muy simplificada, prácticamente todos los
teóricos que se han preocupado por reflexionar sobre la democracia desde Grecia
hasta nuestros días han estado de acuerdo en considerar que es necesario que la
gente aprenda: a) a pensar por sí misma, tomando sus propias decisiones tras
sosegada deliberación y sustentando sus ideas y creencias en razones bien
fundadas; b) pensar en diálogo con las personas que le rodean, aceptando y
teniendo en consideración las opiniones diferentes a las suyas que serán
sometidas a riguroso escrutinio, dejando abierta la posibilidad de cambiar de
opinión en la medida en que otras opiniones se muestren mejor fundadas que la
nuestra; c) pensar de forma crítica y creativa, esto es, sometiendo a dura
prueba argumentativa nuestras ideas y procurando buscar soluciones alternativas
e innovadoras gracias a las cuales sea posible superar de una forma
enriquecedora las dificultades a las que tenemos que hacer frente.
En este amplio campo tan vital para la persistencia de la
democracia son también múltiples los errores o manifestaciones de
irracionalidad que dificultan un aceptable nivel de lucidez. Obviamente debemos
contar con todos los errores a los que hemos hecho indirecta alusión
anteriormente, sólo teniendo en cuenta el ámbito en el que se producen y las
consecuencias ampliadas que tienen. Por descontado que las personas, y de forma
especial los políticos que se dedican a gestionar por delegación
representativa, las preferencias de la población incurren en todo tipo de
falacias y distorsiones cuando tratan de argumentar. Numerosas obras dedicadas
al tema que nos ocupa en estos momentos se han fijado en el análisis de esas
falacias cometidas en la discusión cotidiana de los políticos o personas
influyentes en la política (Atienza, 2004).
Junto a eso están las innumerables distorsiones cognitivas,
provocadas en general por las raíces sociales del propio pensamiento. El mundo
no es percibido de la misma manera por personas con condiciones sociales
diferentes o que ocupan posiciones diversas en la sociedad; también nos influye
poderosamente el marco ideológico desde el que contemplamos la realidad y la
analizamos. Eso resulta ya un tema recurrente en el pensamiento filosófico
desde que Marx y otros autores llamaran la atención sobre el tema y desde
entonces ha sido un permanente caballo de batalla, utilizado para descalificar
las posiciones del contrario. El hecho es que esos prejuicios ideológicos
tienden a dificultar nuestras capacidades racionales, empezando por las más
sencillas como la simple (en realidad bien compleja) percepción de la realidad
hasta la argumentación de las decisiones tomadas. El hecho se agrava porque,
conscientes como somos de la importancia de la argumentación en la legitimación
de las decisiones políticas, la distorsión se practica frecuentemente con la
directa intención de engañar al contrario y de encubrir las auténticas
intenciones de quien está argumentando.
Eso estaba ya claro para los griegos que vieron como más
importante para la vida política dominar el arte de persuadir que el arte de
convencer, actitud que desesperaba a Sócrates y Platón, pero que fue abordada
con mayor tranquilidad por el propio Aristóteles quien dejó un manual seminal
para el arte de la retórica, esto es, el arte de persuadir y convencer a un
tiempo. En las sociedades actuales no es tanto la retórica lo que se utiliza
como la más estricta y pura manipulación de la opinión pública (Chomsky y
Ramonet, 1993). Por eso en este caso la tarea de cuidar la argumentación es
doble. Debemos por un lado estar atentos para no incurrir nosotros mismos en el
uso fraudulento de las falacias y las distorsiones, evitando por ejemplo los
estereotipos ideológicos o raciales que tanto daño hacen cuando se convierte en
prejuicios; al mismo tiempo debemos desarrollar una fina capacidad de descubrir
las manipulaciones a las que constantemente estamos sometidos, tarea esta mucho
más ardua y con menos posibilidades de éxito.
Es importante en todo caso llamar la atención de esta
dimensión política de la capacidad de razonar puesto que es la que se sitúa
posiblemente en el centro del programa de Filosofía para Niños. Lipman, al
crear el programa, es consciente de su deuda
respecto a los planteamientos educativos de Dewey, de quien toma
igualmente esa profunda imbricación entre educación y democracia (Lipman, 1991,
sobre todo cap. 15). Es más, cuando relata biográficamente la génesis del
programa llama la atención sobre el impacto que en él produjeron los violentos
enfrentamientos en la sociedad de Estados Unidos durante los años 60. Fue en
parte el catalizador que le llevó a prestar atención a la necesidad de aprender
a razonar desde la infancia porque en ello se nos iba un modelo de sociedad
(García Moriyón, 2002). Por aquellos años, otras propuestas de estimulación de
la inteligencia en las escuelas partían más bien del interés por mejorar el
rendimiento académico de Estados Unidos, en parte por el impacto que en esos
planteamientos había supuesto el lanzamiento de un satélite por la Unión
Soviética, hecho que se interpretó como una manifestación de la superioridad
del sistema educativo ruso a la que había que dar una réplica adecuada. Como he
dicho, Lipman, al igual, por ejemplo, que Pablo Freire, no minusvalora la
importancia general de la estimulación de la inteligencia para el rendimiento
académico, pero pone el énfasis en sus implicaciones políticas.
El arte de pensar
Partimos, por tanto, de una capacidad innata de razonar y de
la necesidad de practicarla y desarrollarla para poder hacerlo mejor, sobre
todo teniendo en cuenta la cantidad de errores de razonamiento que cometemos y
las posibilidades de ser manipulados o persuadidos por argumentaciones bien
presentadas, pero torticeramente erróneas o tendenciosas. Lo que nos toca en
estos momentos es indagar un poco más cuáles son esas capacidades de
razonamiento que deben centrar nuestra atención. Por el momento me he limitado
a identificarlas con la inteligencia general, lo que los psicólogos suelen llamar
inteligencia fluida, pero es obvio que es necesario ser un poco más precisos
para delimitar algunas dimensiones específicas del razonamiento que tienen más
que ver con lo que se llama inteligencia cristalizada, es decir, la que ha
incorporado los procesos educativos y socializadores en general.
No pretendo ser demasiado riguroso en la enumeración de las
dimensiones propias del razonamiento. En otra obra ya hemos hecho un trabajo de
ese tipo en el que también me voy a basar para escribir estas líneas, pero sin
bajar a los detalles que allí se llega (García Moriyón y otros, 2002).
Ciertamente se pueden hacer clasificaciones o divisiones diversas y casi es
posible encontrar tantas como autores se han dedicado a diseñar propuestas de
trabajo encaminadas a mejorar la inteligencia o el razonamiento. Por eso me
limito ahora a señalar grandes áreas de trabajo, teniendo en cuenta en especial
aquellas que guardan relación con la filosofía y pasando por alto capacidades
cognitivas que son abordadas desde otras disciplinas. En el siguiente apartado,
cuando exponga la forma de mejorar el razonamiento en el aula, trataré esta
cuestión con algo más de detalle.
Un primer gran bloque es el que tradicionalmente está
incluido en el razonamiento formal, del que se han ocupado sustancialmente los
lógicos y, por razones obvias, los
matemáticos. Quien se ha aproximado a la novela originaria del programa
de Filosofía para Niños, El descubrimiento de Harry, se encuentra para empezar con un elemental
error de razonamiento que consiste precisamente en hacer una inversión
incorrecta de las oraciones. En descargo del protagonista, y de todos nosotros
que nos equivocamos de vez en cuando en parecidos términos, hay que decir que
el lenguaje cotidiano no se presenta con la claridad que posee el lenguaje
formalizado de la lógica, lo que favorece los errores. A lo largo de esa novela
y del correspondiente manual, se van desbrozando algunos de los temas
fundamentales de la lógica o razonamiento formal, lo que ya Aristóteles llamaba
silogística y en la actualidad se llama más bien lógica de enunciados. A ello
hay añadir el tratamiento específico que tiene la lógica de clases en Pixie y
su manual. Basta con una rápida revisión de los dos manuales (Lipman, Sharp y
Oscanyan 1988; Lipman, Sharp, 1989) para encontrar numerosos ejercicios
encaminados a ayudar a los estudiantes para que mejoren su capacidad de
razonamiento. La silogística, según los propios autores (Lipman, Sharp y
Oscanyan 1980, p. 134), ayuda a los niños a mejorar su capacidad de pensamiento
abstracto y les familiariza con normas fundamentales del razonamiento formal:
la consistencia, la coherencia y la validez, entre otras. El test desarrollado
por Lipman y Shipman para evaluar la aplicación del programa era un test
centrado en las destrezas formales y se ha seguido utilizando insistentemente
desde su creación en los años setenta.
No obstante, aun reconociendo el interés y la utilidad de
estos planteamientos, el hecho es que la lógica formal no ocupa un espacio muy
amplio en el programa. Cuando se tiene interés en hacer filosofía con los
alumnos, el tiempo dedicado a las sutilezas del razonamiento formal suele
parecer excesivo comparado con el que puede dedicarse a la discusión de
cuestiones con mayor enjundia filosófica. Al mismo tiempo, y lo comentaré más
adelante, el programa basa fundamentalmente su aplicación en la formación de
una comunidad de investigación en la que las personas participantes, el
alumnado y el profesorado que actúa de facilitador, discuten sobre temas de
interés cuidando un razonamiento riguroso de sus puntos de vista. Por eso mismo
ya en los planteamientos iniciales del programa y más todavía en su aplicación
posterior, el razonamiento informal ha ido ocupando cada vez más espacio. En la
novela El descubrimiento de Harry se encuentra ya una situación en la que se
puede ver perfectamente los límites del razonamiento formal cuando no tiene en
cuenta el contexto pragmático de la discusión.
Discuten los niños acerca de una afirmación contundente de
Mark: todas las asignaturas son aburridas. María, acudiendo a la lógica
pragmática, a la que se rige por las normas del discurso conversacional tal y
como fueron expuestas por Grice y otros autores (Hierro, 1989, pp. 349-358), le
replica con una argumentación impecable desde ese punto de vista: si digo que
algunas asignaturas son aburridas, estoy implicando que otras no lo son. Harry,
apegado a la lógica formal, le hace ver con algunos ejemplos que no es cierto,
que nada se sigue del hecho de que yo afirme que algunas asignaturas son
aburridas. Los dos, sin duda, tienen razón, el problema es que argumentan desde
lógicas diferentes, o manejan un concepto diferente de la implicación. Si
queremos mejorar el razonamiento de nuestros alumnos, lo mejor es hacerles
percibir de un modo u otro las diferencias que existen entre ambas, y también
las exigencias que se cumplen en las dos formas de argumentar (Miranda, 1995).
El paso, por tanto, se da hacia el razonamiento informal o
de forma más generalizada hacia la argumentación. Se trata en este caso de
averiguar cuáles son las razones que apoyan nuestras afirmaciones y ofrecer
criterios para poder distinguir a continuación cuáles son razones más sólidas o
buenas que otras. En la novela ya citada, los capítulos IX y X se aborda una
muy interesante discusión acerca de la obligación de ponerse de pie durante el
saludo a la bandera. Lo que se ofrece allí es una buena discusión entre los
alumnos, con la profesora actuando como árbitro en el sentido de someter a
crítica, cuando es necesario, la validez o solidez de los argumentos. El manual
ofrece ejercicios y, lo que puede ser más importante, criterios para distinguir
una buena razón de una mala. Según plantean Lipman y sus colaboradores cuatro
son los criterios más importantes para saber si una razón es una buena razón:
real (basada en datos y hechos reales), relevante, comprensible (ayudan a
comprender la tesis defendida) y conocidas (el interlocutor las puede aceptar
porque le resultan familiares). Es interesante también el enfoque de Toulmin ofrecido
en la obra ya citada; para evaluar las razones en un proceso de argumentación
hay que tener en cuenta la tesis defendida (“claim”), los fundamentos
(“grounds”), los justificaciones ofrecidas (“warrants”), el respaldo que se
puede aportar (“backing”), el grado en el que se está defendiendo la tesis
(“modalities”) y las refutaciones o contraejemplos (“rebuttals”). Si citara
otras obras, sería bastante probable encontrar una enumeración parcialmente
diferente, aunque también muy parecida en lo básico.
Son dos los aspectos que me interesa destacar en lo que
acabo de mencionar. El primero tiene que ver con una crítica que se hace con
frecuencia a los programas que insisten sobre todo en cuidar el razonamiento
favoreciendo un debate abierto entre el alumnado. Algunos consideran que son
programas que inducen al relativismo en la medida en que la pluralidad de
puntos de vista deja en el alumnado la sensación de que todo es válido y no es
posible llegar a acuerdos o a una verdad que se proponga como respuestas a los
problemas discutidos. Nada de eso hay en estos planteamientos precisamente
porque lo que se pretende es acostumbrar a los estudiantes a evaluar los
argumentos basándose en criterios compartidos y fundados y a descubrir de
inmediato que no todas las opiniones son igualmente sostenibles dado que no
todas pueden ofrecer la misma argumentación a su favor. Es más, en la práctica
cotidiana se puede comprobar que uno de los procedimientos más sólidos para
refutar las opiniones poco fundadas y las afirmaciones sesgadas, como pueden
ser los prejuicios, es exigirle a alguien que sostiene una opinión de ese tipo
que nos explique en qué se basa. Si se acepta entrar en la discusión, las
ocurrencias dejan paso a los puntos de vista, y se dicen menos barbaridades o tonterías.
No quiero decir con eso que gracias a la discusión bien fundada vayamos a
acabar con los prejuicios y las ideas descabelladas; el problema de la
contumacia personal, de las ideologías en su sentido fuerte, es bastante más
complicado y sería iluso pensar que la gente en general y de forma habitual
modificaría sus opiniones sólo porque se
hubiera dado cuenta de que no estaban bien fundadas. El problema es que somos
algo menos racionales de lo que sería bueno esperar; como decía Bertrand
Russell: “El hombre es un animal crédulo y necesita creer en algo. Cuando
carece de buenas razones para creer se conforma con las malas” (citado por
Sutherland, 1996, pág. 369). Además, como bien señala Bandura (Bandura, 1991,
PP. 67-96) hay algo muy característico de los seres humanos, más marcado cuanto
más han desarrollado su inteligencia: la capacidad de defender racionalmente lo
que conviene a sus intereses. Algo de eso ya había dicho Nietzsche, pero
también ha sido un tema recurrente en la teoría crítica de los filósofos de
Frankfurt y el mismo Lipman subraya la insuficiencia de un desarrollo de la
capacidad racional que no vaya apoyado en otras consideraciones (Lipman, 1989).
El segundo aspecto que merece nuestra atención es el hecho
de que es prácticamente imposible argumentar en solitario. Argumentar lleva
consigo dialogar con otras personas y además que existan de hecho opiniones
divergentes o enfrentadas sobre un tema, cada una de ellas avalada por sus
propias razones de acuerdo con los criterios que acabo de mencionar. En la
filosofía medieval se convirtió la argumentación en uno de los pilares del
sistema educativo e intelectual, hasta el punto de que las famosas “quaestionae
disputatae” ocupaban un lugar preferente en la práctica docente. Para mejorar
la capacidad de argumentar se pedía a los alumnos que hicieran un esfuerzo por
entender no sólo la propia posición, sino también la contraria, y en esto se
incluía la comprensión de los argumentos en los que se basaba esa opinión y su
posterior refutación. Sólo en una comunidad ideal de hablantes, bien sea al
estilo habermasiano o al más específico de la comunidad de investigación
propuesta por Lipman, se puede dar la argumentación, puesto que es en ese
contexto donde se está en presencia de problemas para los que hay más de una
opinión y se acepta el debate abierto encaminado a descubrir, si fuera posible,
cuál de las respuestas está mejor fundada. No es de extrañar, por tanto, que
desde siempre se haya establecido un profundo nexo entre argumentación y democracia,
algo en lo que se insiste en la actualidad (Plantin, 1996). Lo que puede ser
más extraño, y a ello volveré en el siguiente apartado, es que en el actual
sistema educativo se haya prestado más atención a las capacidades cognitivas
asociadas con la explicación que a las que se necesitan para una buena
argumentación. En la explicación no hay un problema con diversas soluciones,
sino más bien una tesis social o científicamente admitida que la persona que
sabe más debe aclarar (explicar) a quien sabe menos para garantizar una buena
comprensión de dicha tesis (Ruiz y Tusón, 2002).
Nuestro enfoque, por tanto, pone el énfasis en el desarrollo
del razonamiento informal, sin descuidar el razonamiento formal, entre otras
cosas porque los rasgos generales que antes le atribuí están igualmente
presentes en un razonamiento informal bien desarrollado. No obstante, aunque ya
he dicho que no iba a tratarlo con detalle porque lo hemos expuesto en un
trabajo muy amplio que desborda el alcance de este artículo, conviene completar
lo que acabo de exponer con un enfoque diferente, el que presta atención a las
dimensiones específicas que caracterizan esa capacidad de razonar. El fallo en
este sentido consiste en que cada autor selecciona el grupo de destrezas que le
parece oportuno sin que haya un acuerdo amplio entre los expertos. Por eso
mismo considero importante la aportación de dos autores que se han esforzado
por unificar criterios y han ofrecido una enumeración de destrezas basándose en
un amplio estudio de aquellas que han sido confirmadas en más de una
investigación y por más de un equipo de investigadores (Royce y Powell, 1983).
Como ya hicimos en el libro ya citado (García y otros, 2002), selecciono
aquellas elementos cognitivos que señalan Royce y Powell y que están presentes
en un programa de aprender a razonar como
filosofía para niños.
Dentro de las capacidades cognitivas básicas, hay dos
elementos que aparecen dentro del componente más genérico de razonamiento,
entendido este como la capacidad de generar conceptos abstractos extrayendo
información sobre sus relaciones y expresándola en proposiciones. Estos dos
elementos son el razonamiento deductivo e inductivo, pues son los que permiten
deducir las consecuencias que se derivan de unos principios que consideramos aceptables
e inducir principios generales a partir de las experiencias concretas que vamos
teniendo. Ambos factores tiene bastante importancia en dos ingredientes
fundamentales que definen una persona razonable: la capacidad de prever las
consecuencias de nuestros actos y la selección de los medios que nos permitan
alcanzar los fines propuestos. Un tercer elemento del razonamiento es la
fluidez espontánea, definida como la habilidad para relacionar distintas ideas
o argumentos y para formar varios agrupamientos lógicos, transformando estructuras proposicionales en
determinadas formas alternativas.
Un segundo componente es la fluidez; supone una serie de
capacidades de producción divergente, es decir, un procesamiento creativo para
expresar relaciones contextuales entre perceptos, contextos y sentimientos.
Aquí se incluye la capacidad de producir ideas rápidamente sobre un objeto o
condición (fluidez de ideas), la capacidad de encontrar rápidamente una
expresión adecuada dados unos requisitos estructurales (fluidez expresiva).
Además de estas podemos encontrar la redefinición semántica (imaginar
diferentes funciones para determinados objetos o algunas de sus partes para
usarlos después de un modo novedoso), y la sensibilidad a los problemas
(habilidad para imaginar problemas asociados con un cambio en algún objeto).
Como es obvio, la fluidez está claramente relacionada con otro de los
componentes muy importes en las capacidades cognitivas, la imaginación, cuyo
elemento más significativo en nuestro enfoque es el pensamiento divergente o la
creatividad. El contexto en el que se desarrolla la acción de los seres humanos
suele ser complejo y abierto, lo que exige, para poder alcanzar las metas que
nos proponemos, que seamos capaces de mostrar, además de la fluidez antes
mencionada en sus diversos aspectos, una capacidad de introducir
conceptualizaciones novedosas e inusuales, redefiniendo a veces completamente
los materiales de que disponemos, sus usos funciones y aplicaciones.
Dejo para el final el componente en cierto sentido más
elemental de las capacidades cognitivas, el verbal, cuyo elemento significativo
es la comprensión verbal, tanto escrita como oral. Las estrechas relaciones
entre pensamiento y lenguaje se resaltan más en un programa que da una enorme
importancia al uso del lenguaje, procurando incrementar la precisión conceptual
y la capacidad de analizar los conceptos que utilizamos en nuestra reflexión y
en los procesos de argumentación.
Siguiendo la teoría que he aceptado como orientación en esta
exposición, debemos prestar igualmente atención a los estilos y los valores
cognitivos. Los sistemas de Estilo y de Valores también tienen un carácter
central, pero juegan más de un papel integrador o auto-organizativo en el
funcionamiento general: los estilos coordinan diversos modos de procesamiento
de información, mientras que los valores tienen que ver con el contenido de las
actividades de procesamiento y con metas de largo alcance. Pues bien, dentro de
los estilos cognitivos, se diferencian tres subsistemas, el racional, el
empírico y el metafórico, cada uno con elementos relevantes para el desarrollo
de personas razonables. Es necesario, por ejemplo, poseer una determinada
complejidad cognitiva, dado que las personas complejas hacen más distinciones y
éstas son más complejas; aplican y relacionan la nueva información con el
conocimiento previo, diferencian e integran los constructos personales con
respecto al ambiente y mantienen la consistencia y la coherencia. Es igualmente
importante la amplitud categorial en la medida en que esta nos permite valorar
similitudes y analogías y nos hace elaborar discriminaciones más sutiles en el
uso de los conceptos. En la misma línea estarían la capacidad de diferenciación
conceptual (entendida como capacidad de discriminar conceptos, realizando
distinciones más precisas y relevantes en los problemas que abordamos) y la
integración conceptual, que implica la capacidad de relacionar conceptos e
integrarlos en un conjunto coherente, y eso lo hace con la necesaria amplitud
de miras que le permite incluir en sus reflexiones ideas procedentes de
diferentes fuentes.
Termino esta apretada enumeración mencionando los valores
cognitivos que seleccionan el contenido de la información; constituyen la base
de los “estilos de vida” del individuo y tiene como meta decidir qué hay que
conocer del mundo. Los intereses pueden ser estimulados mediante una variedad
de situaciones externa, pero una vez estimulados dirigen la cognición hacia el
procesamiento de actividades consistentes con las metas del individuo. Esto
significa que una persona cuya educación cognitiva no ha sido impunemente
descuidada, mantiene siempre un claro
interés por ampliar su campo de conocimiento, dirigido de forma especial al conocimiento
de su propia persona, así como del contexto social y político en el que vive.
Amplia su interés por la comunicación escrita y por los medios que emplean la
palabra escrita, por las instituciones y prácticas de gobierno, por la
consecución de metas concretas, por la excitación que supone tomar riesgos y
por las actividades relacionadas con la fauna y el aire libre y además aprende
a valorar cognitivamente la empresa científica y las relaciones sociales.
Es relevante incluir esta mención a los valores que tienen
que ver con el ámbito cognitivo para recordar dos principios que deben ser
tenidos en cuenta. Está claro que se puede distinguir un ámbito cognitivo de la
personalidad y otro afectivo, y que se puede poner mayor énfasis en uno u otro
cuando realizamos una intervención educativa. Eso no quiere decir en absoluto
que en la vida cotidiana vayan separados; algunos de los errores a los que
hacia alusión en el apartado anterior proceden sin duda del impacto que tienen
las dimensiones afectivas en el ejercicio del razonamiento. La separación
metodológica y analítica de los dos grandes ámbitos de la personalidad no debe
llevarse demasiado lejos. Por otra parte, existe una posición filosófica
profundamente arraigada en la filosofía que defiende una nítida separación
entre los hechos y los valores, quedando los primeros sobre todo bajo el
dominio de las capacidades cognitivas y los segundos en el ámbito afectivo, por
no decir de la pura subjetividad. No es esa la posición que aquí se adopta y no
estaría nada mal leer o releer las agudas aportaciones de Dewey al respecto
(Dewey, 1939), una obra publicada originariamente en el marco de la
Enciclopedia Internacional de la ciencia Unificada que dirigía Otto Neurath,
referencia interesante para los especialistas en filosofía. No es posible
seguir explorando este tema, pero convenía al menos mencionarlo.
Una propuesta pedagógica
En el apartado anterior hemos podido seguir una enumeración
aclaratoria de todo lo que nos planteamos cuando intentemos conseguir que
nuestro alumnado, y también el profesorado o los adultos en general, lleguen a
ser personas razonables. Y, tal y como lo he expuesto, creo que puede quedar
relativamente claro que se nos va la vida en ello, al menos una vida dotada de
sentido. Como siempre ocurre en educación, fijar los objetivos que se pretenden
alcanzar no plantea especiales dificultades; la más ardua posiblemente sea la
de seleccionar entre los muchos que pueden plantearse aquellos que sean más
importantes y más fundamentales, para no recargar excesivamente el trabajo del
alumnado que tampoco dispone de un tiempo ilimitado.
Saber razonar, en el amplio sentido en el que aquí lo he
expuesto, puede fácilmente ser considerado como uno de esos objetivos
irrenunciables, y así ha sido reconocido en general desde los inicios de la
escolarización obligatoria allá por las últimas décadas del siglo XIX. Así se
hace constar en las propuestas que gozan de mayor proyección mundial, como las
que hace periódicamente la UNESCO (Delors, 1996), o en cualquiera de los
programas con los que cualquier Ministerio de
Educación que se precie presenta sus objetivos educativos y los aspectos
del sistema en los que más quiere insistir.
Casi podíamos decir que forma parte del vocabulario políticamente
correcto y nadie, absolutamente nadie, se atrevería a proponer algo diferente,
mucho menos afirmar, como se comenta que hacía un letrero a las puertas de una
universidad española en el siglo XIX, que es necesario alejar de las aulas la
nefasta manía de pensar. Otra cosa e